Por: Carlos Pérez Domínguez
En marzo del 2020, el Gobierno Nacional anunció cuarentena general para frenar la expansión del Covid-19. Eran días de mucha incertidumbre. Yo veía todo aquello con mucha curiosidad. Recuerdo haber hablado con amigos y comentarle que me parecía interesante eso de la cuarentena, de que todo se frenara por unos días. A ver qué pasa, decía.
El aislamiento preventivo más que medida para detener el avance del virus,
lo veía como un símbolo de protesta necesario ante la vorágine de la vida. El
frenesí de esta cultura del consumo debía recibir un castigo, así que adelante
con el encierro masivo. El escarmiento según mis cálculos debía durar máximo 20
días, tras lo cual la sociedad debía retornar a la normalidad, aunque sacando
unas conclusiones que la llevara, al menos, a replantearse la manera en que
venía avanzando. Menudo error.
Los primeros días de aislamiento estuvieron a tono a lo esperado, pero
después de una semana empecé a dimensionar la magnitud de lo que estaba pasando
y el daño que el aislamiento estaba causando. Los trapos rojos, representación
del hambre, comenzaron a hacerse visibles en la fachada de las casas y el tedio
producto de la parálisis también salió a flote. Ya no quería cuarentena.
Pasado más de dos años y con la pandemia controlada, Colombia vuelve a
experimentar un momento de mucha incertidumbre. La segunda vuelta presidencial
enfrenta a dos candidatos que representan el cambio y el hastío de la sociedad
por la política tradicional. No queremos más de lo mismo, podría ser la frase
que resuma los resultados del pasado 29 de mayo.
Pero el anhelo de cambio, es decir, el castigo a la clase política que por
décadas ha gobernado, no debe en el mediano y largo plazo convertirse en un
problema mayor para quienes desean dicho cambio. Y esto lo digo de manera clara
por lo que podría suponer un gobierno de Rodolfo Hernández.
El empresario santandereano de 77 años, ha demostrado a lo largo de la
contienda electoral un desconocimiento abrumador de cómo funciona el Estado. Su
diagnóstico de las problemáticas que aquejan al país son certeras. ¿Quién puede
discutir que el grueso de la clase política se ha dedicado a saquear las arcas
públicas? ¿Quién se opone a que se les quite la chequera a los ladrones? Nadie.
Ahora, lo que a mí me preocupa profundamente de Rodolfo Hernández es el
talante que tendría para gobernar y su capacidad para ejercer como presidente.
Su analfabetismo político es tan marcado que asegura no necesitar del Congreso
de la República para conducir este país o que de necesitarlo en tres días le
aprueban las leyes. Eso es mentir, eso es engañar a su potencial electorado.
Cuando en las entrevistas le preguntan por cuestiones económicas dice que
él no es economista; cuando se le pregunta por cuestiones legales, dice que él
no es abogado. Y, claro, nadie se las sabe todas. No pretendo que sea un
erudito. Pero el nivel de ignorancia que deja ver Hernández no es el
aconsejable para alguien que espera llevar las riendas de 50 millones de
colombianos. Así muchos, como yo hace dos años, estén con la curiosidad de ver
qué pasa.
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